Luciana, la
catequista, Febe (mujeres) y la sustentabilidad de sus iglesias
Congregación Evangélica Luterana y
Reformada de Córdoba (IERP), fue predicado este mensaje el pasado domingo 7 de
diciembre de 2014. El contenido, basado en Romanos 16:1-7, fue elaborado por
las mujeres del Distrito Misiones de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata,
y compartido con toda su iglesia para el 1º Domingo de Adviento de 2014.
Porque no solamente en las primeras comunidades
cristianas sino también entre nosotros hoy en día hay un sinfín de personas que
de acuerdo a los dones que Dios les dio, de acuerdo a sus posibilidades y a las
circunstancias que marcan su realidad particular aportan, visible- o
silenciosamente, para que el conjunto pueda funcionar. Para que la comunidad
pueda sostenerse. Para que nuestras parroquias puedan ser hogares espirituales
para todos quienes buscan la presencia de Dios. Y, no por último, para que
entre todos podamos dar testimonio y proclamar que es Dios quien con su
maravillosa bondad vive y obra entre nosotros.
La
noticia puede ampliarse en el sitio web de la Congregación Evangélica
Luterana y Reformada de Córdoba, escrita por el pastor de la
congregación P. Joel Nagel
Aquí
el texto completo del mensaje que celebra también los 30 años de la
primera ordenación al ministerio pastoral de una mujer en esta iglesia: la
pastora Silvia
Ramírez.
Mensaje
“Que la gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo nos acompañen,
ahora y siempre. Amén.
Estimadas hermanas y hermanos:
El texto bíblico sobre el cual
queremos basar nuestra reflexión del día de hoy se encuentra en la carta a los
Romanos, en el capítulo 16, los versículos 1 al 7. Está titulado, en la versión
Dios habla hoy, como “Saludos personales”. Saludos personales dirigidos de
parte de Pablo a la pequeña e incipiente comunidad cristiana en Roma. Todavía
no la había llegado a conocer personalmente. Y a modo de anticipo de su visita
les escribe una larga y sustanciosa carta. Una carta en la que detalla con
mucha profundidad conceptos de fe, responde a inquietudes que le habían
planteado y trata de colocar un fundamento teológico sobre el cual luego, en su
visita personal, construir su mensaje. Muy probablemente fue la hermana Febe,
nombrada como primera en el texto que nos convoca, a quien se le había
encomendado la solemne tarea de viajar a Roma y hacer entrega de la carta.
Escuchemos lo que Pablo escribe:
Les recomiendo a nuestra hermana Febe, diaconisa en
la iglesia de Cencreas. Recíbanla bien en el nombre del Señor, como se
debe hacer entre los hermanos en la fe, y ayúdenla en todo lo que necesite,
porque ha ayudado a muchos, y también a mí mismo. Saluden a Prisca y
Aquila, mis compañeros de trabajo en el servicio de Cristo Jesús. A ellos,
que pusieron en peligro su propia vida por salvar la mía, no sólo yo les doy
las gracias, sino también todos los hermanos de las iglesias no
judías. Saluden igualmente a la iglesia que se reúne en casa de Prisca y
Aquila. Saluden a mi querido amigo Epéneto, que en la provincia de Asia fue el
primer creyente en Cristo. Saluden a María, que tanto ha trabajado por
ustedes. Saluden a mis paisanos Andrónico y Junias, que fueron mis
compañeros de cárcel; se han distinguido entre los apóstoles, y se hicieron
creyentes en Cristo antes que yo. (Romanos
16:1-7)
Convengamos
que este no
es en absoluto un texto comúnmente utilizado para predicar. Es más, no aparece en los leccionarios
tradicionales. Y si no fuera porque alguien nos impulsa a prestarle especial
atención, quizás lo pasaríamos por alto y ni se nos ocurriría profundizar su
lectura.
Efectivamente suena como una
enumeración insignificante de nombres de personas a las cuales no conocemos.
Suena a querer reconocerles su dedicación a quienes de una u otra manera se
habían destacado en la vida de misión de Pablo. Da la impresión de ser un texto
de tanta intimidad personal que con nosotros poco y nada tiene que ver, a miles
de kilómetros de distancia y a casi 2000 años de tiempo. Parece extraño
elegirlo como fuente de inspiración, más en un Primer Domingo de Adviento. Hay
tantos otros textos, en la misma carta a los romanos, que parecieran tener una
riqueza espiritual mucho más profunda que estos versículos de despedida
personal.
Sin
embargo, si vamos al detalle, es este un texto que con mucha profundidad da
testimonio del espíritu
de comunidad que reinaba en las primeras comunidades cristianas. Aquel espíritu de comunidad que sostenía a las
pequeñas comunidades de fe como hogares espirituales para tanta gente que en
ellas se refugiaba para conocer, hacer realidad, vivir y proyectar una vida
acorde al maravilloso mensaje del Evangelio de Jesucristo. Comunidades frágiles
e indefensas, expuestas al atropello de un contexto que no las comprendía,
sumamente necesitadas del apoyo espiritual de los hermanos y hermanas en la fe,
sedientas del Espíritu vivificador, renovador y santificador de Dios.
Comunidades que, por lo que podemos interpretar de los saludos con los cuales
Pablo termina su carta, no eran anónimas, indiferentes a los demás, concentradas
en lo propio. Comunidades que, muy al contrario, vivían empeñadas en sostener
aquellos lazos fraternales que más allá de la realidad particular de cada
miembro hacían de ellos ‘cuerpo de Cristo’, para utilizar un concepto que el
propio Pablo había instalado.
Todos eran importantes. Cada uno tenía su función. De acuerdo a los dones
que cada uno había recibido, de acuerdo a las posibilidades concretas y las
circunstancias particulares propias a cada uno, todos aportaban al conjunto. Y
de esa manera, entre todos, construían, sostenían y llevaban adelante la
comunidad de fe. Prisca y Aquila habían
compartido con Pablo el oficio de fabricar tiendas de campaña. Y habían abierto
las puertas de su casa para que en ella la comunidad se pudiera reunir para
celebrar. Febe era diaconisa, encargada por mandato oficial
de atender a las viudas y huérfanos, además a cargo de la tarea administrativa
de su comunidad. Epéneto había sido pionero en la fe, el primero en
profesar públicamente su fe cristiana en la provincia de Asia. María había trabajado incansablemente para servir a
quienes necesitaban apoyo. Andrónico y Junias habían soportado con fortaleza los martirios de la
cárcel, acompañando a Pablo en la difícil tarea de mantenerse fieles al
Evangelio aún en situaciones límite. La lista de nombres sigue. Y detrás de
cada uno hay toda una historia de vida.
Hoy
tenemos otros nombres. No nos llamamos Epéneto, ni Febe, ni Andrónico ni
tampoco Prisca. Pero está José,
el encargado del mantenimiento del predio parroquial. Todos lo conocemos. Lo
vemos trabajar; sabemos de su vida; lo saludamos cuando nos lo cruzamos. Y
está Luciana, la catequista, que todos los sábados viene a la
iglesia para recibir, enseñar, acompañar, abrazar y bendecir a los niños. Julián hace visitas a los enfermos, no solamente en
las clínicas, sanatorios y hospitales, sino también a domicilio. Carlos entiende de números. Él lleva la
contabilidad, hace trámites, paga las cuentas. Gustavo es el coordinador juvenil. Tiene la noble
tarea de convocar, asesorar y acompañar al grupo de jóvenes en sus múltiples
actividades, desde la reunión semanal, las actividades recreativas y hasta la
participación en los campamentos. Felicia sabe
bordar. Junto con sus vecinas se reúne todos los martes para preparar hermosos
trabajos a ser ofrecidos en la fiesta anual de la congregación. Claudia es pastora, y con todo cariño, amor y profundidad
de compromiso pone su vocación a disposición de la comunidad que le fue
confiada. Y la lista podría seguir. Porque no solamente en las primeras
comunidades cristianas sino también entre nosotros hoy en día hay un sinfín de
personas que de acuerdo a los dones que Dios les dio, de acuerdo a sus
posibilidades y a las circunstancias que marcan su realidad particular aportan,
visible- o silenciosamente, para que el conjunto pueda funcionar. Para que la
comunidad pueda sostenerse. Para que nuestras parroquias puedan ser hogares
espirituales para todos quienes buscan la presencia de Dios. Y, no por último,
para que entre todos podamos dar testimonio y proclamar que es Dios quien con
su maravillosa bondad vive y obra entre nosotros.
Evidentemente no todos somos iguales. No lo somos hoy en día, y tampoco lo eran en
aquella época en la cual Pablo escribe su carta. Nuestras historias personales
son diferentes. Nuestras condiciones particulares son diferentes. Nuestra edad
lo es, nuestra cultura lo es, nuestro nivel adquisitivo lo es, nuestro género
lo es. Pero, vaya sorpresa, y a pesar y muy al contrario de lo que nos suele
complicar tanto la vida, ni Jesús mismo hizo diferencia alguna entre quienes
participan de su comunidad, ni tampoco Pablo lo hace, por lo menos no en este texto que nos toca
meditar hoy. Indiferentemente de si eran varón o mujer, si se jugaron
públicamente por el Evangelio o si sirvieron a los huérfanos en silencio;
independientemente de su aporte concreto, grande o pequeño, profesional o
particular, Pablo los nombra a todos. Valora su aporte, destaca lo que
hicieron, y les agradece públicamente. Y no solamente eso. Los encomienda a
todos, uno por uno, a la memoria, a la atención y al cuidado de todos.
Respetando lo poco o mucho que cada uno hizo, destacando que todo fue hecho y
sigue haciéndose para bien de todos, y recomendando acompañarse, apoyarse y
ayudarse mutuamente. Porque lo que en la comunidad de fe nos convoca no es el
deseo de lucrar, de conseguir méritos o de ‘ganarnos un lugar en el cielo’,
sino la imperante necesidad de agradecerle al Dios de la Vida a través de
nuestro pequeño compromiso lo mucho que él en su inmensa bondad nos regala. Y
porque, precisamente, todo lo que se hace, se hace para gloria de Dios.
A nosotros nos cuesta, y mucho, reconocernos mutuamente como criaturas de Dios, diferentes pero igualmente valoradas, amadas y
bendecidas por Dios. Hemos aprendido, a lo largo de toda una larga historia, a
marcar diferencias. Nos hemos acostumbrado a valorarnos, y juzgarnos, de
acuerdo a parámetros que nosotros establecemos sin siquiera preguntar si
son los que Dios aplica. Nos autorizamos y desautorizamos, a veces sin siquiera
saber por qué. Y en vez de potenciar nuestros dones y entre todos aportar a la
construcción del Reino de Dios nos lastimamos, golpeamos y reprimimos
mutuamente.
Por
otro lado, y también eso es absolutamente cierto, el Espíritu de Dios sopla por encima
de nuestras limitaciones. Y concede que en
pequeños detalles, que a veces ni no son tan pequeños, podamos sentir entre
nosotros las señales de que una vida acorde a los parámetros de Dios es
posible. También entre nosotros. Hay miles y miles de personas que se juegan por su convicción, que trabajan
incansablemente por la misión que les es encomendada y que brindan su apoyo a
quienes así lo necesitan. Hay miles y miles de dones que son puestos a disposición del Reino.
Y hay
cambios que logramos hacer, entre
todos, para dar testimonio de que ante los ojos de Dios no hay diferencia que
marque posición. Y para proclamarle al mundo que, en Su gran familia de fe,
todos tenemos nuestro lugar, cada uno así como es, cada uno así como Dios lo
creó, cada uno con los muchos o pocos dones que Dios le dio.
Permítannos
en este sentido y en este lugar hacer una mención especial de una realidad que
con fuerza marcó una nueva etapa en la vida de nuestra comunidad de fe de hoy
en día. Tal como lo mencionáramos al comienzo, hace exactamente 30 años atrás,
el 04 de noviembre de 1984, en Castelar, fue ordenada al ministerio pastoral
nuestra hermana Silvia
Ramírez, convirtiéndose en la primera
pastora mujer de nuestra Iglesia Evangélica del Río de la Plata. Silvia junto
con otras valientes pioneras se animó a tomar el desafío de asumir un
ministerio hasta entonces reservado para sus colegas varones. Y a partir de
entonces le sucedieron otras muchas hermanas, ordenadas al ministerio pastoral
tanto como al ministerio diaconal.
La
hermana Febe fue diaconisa en la iglesia de Cencreas y Pablo la encomienda al cuidado de la
comunidad a la cual es enviada.
Lo hace a partir de la afirmación de que ella ha ayudado a muchos, y que
corresponde ofrecerle ayuda también a ella. Y lo hace sobre la base del hecho
de que así como cada encargado de mantenimiento, cada catequista, cada
visitador, cada tesorero, cada coordinador juvenil y cada integrante de la
Sociedad de Damas pone todo lo mejor de sí para aportar al crecimiento de la
comunidad, así también lo hace cada persona ordenada al ministerio,
independientemente de su condición personal. Y si Pablo exhorta a la pequeña e
incipiente comunidad en Roma, hace 2000 años atrás, al cuidado de quienes
comparten sus dones, sus virtudes, sus vidas con la comunidad,
independientemente de sus condiciones particulares, cómo no vamos a responderle
también nosotros con la misma atención, el mismo respeto y el mismo cuidado, de
todos para con todos.
Hoy
celebramos el Primer Domingo de Adviento. Con toda la expectativa de que Dios
nos llevará por el mejor de los caminos iniciamos una nueva etapa en la vida de nuestro
ciclo de fe. Queremos a partir de las ya no tan
insignificantes palabras de saludo personal de Pablo a los romanos desafiarnos
a recuperar el don de valorarnos mutuamente. A volver a reconocernos como hijos
e hijas de Dios quienes cada uno de acuerdo a sus posibilidades ponemos todo a
disposición del mandato de Dios de llevar el Evangelio hasta los confines de
esta tierra. Queremos dejarnos contagiar de la humildad, la franqueza, la
sencillez de corazón y la valentía de las primeras comunidades cristianas que
se tenían mutuamente en cuenta, se ayudaban y se cuidaban. No porque eran todos
amigos personales, sino porque se sentían parte de esa gran familia que sólo el
Espíritu de Dios puede construir.
¡Qué nos podamos respetar!
¡Qué nos podamos recibir mutuamente
en el nombre del Señor!
¡Qué nos podamos cuidar unos a otros!
¡Qué podamos poner un granito de
arena en la noble tarea de construir el Reino de Dios!
¡Y qué la paz de nuestro Señor
Jesucristo, que supera todo entendimiento, nos acompañe, ahora y siempre!
Amén.”
Fuente: https://sustentabilidad.wordpress.com/2014/12/11/luciana-la-catequista-febe-mujeres-y-la-sustentabilidad-de-sus-iglesias/
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